El niño, que tiene 10 años, redactó una carta divertida en su intento por ser moderado y razonable. En ella hacía ver al director del colegio que la prohibición era abusiva y equivocada. La pasó a firmar por el patio y sus compañeros se sumaron masivamente. Hasta que un niño de su clase prefirió no
hacerlo. Cuando los demás le
preguntaron que por qué no quería firmar, el chico se excusó. No quiero
que figure en mi expediente académico y que me sea perjudicial el día de
mañana. Pese a la ausencia de esta firma, la carta llegó respaldada por
el grueso de los alumnos al despacho del director. Aún no tienen
respuesta. Pero de toda esta historieta hay dos cosas bien interesantes.
La primera es ese niño de diez años reacio a firmar junto a sus
compañeros, alguien a quien sus padres a tan corta edad ya han logrado
inocularle la insolidaridad pusilánime de los adultos. La tradicional
cobardía que se desarrolla algo más tarde en los humanos, cuando
consideran que lo que tienen que perder siempre es más que lo que tienen
que ganar. Buen trabajo, papis.Pero quizá más grave es la vocación prohibicionista de los colegios. La incapacidad de las autoridades escolares por imponer un orden sin caer en el absurdo. Los centros educativos son el primer modelo de sociedad donde el niño se forma junto a la familia. Tantas familias son ya un oasis de hijo único que el colegio adquiere aún más relevancia. Prohibir la pelota y las peonzas y el cambio de cromos y la comba y así hasta la enésima estupidez provoca la sumisión perezosa, la incapacidad para aceptar el accidente, el conflicto, las difi
cultades de organizarse como mundo. Potencia la represión, lo autoritario e inflexible. Por eso el niño que capitanea la rebelión razonada de sus compañeros me resulta tan ejemplar. Frente a un mundo individualista y reaccionario, que se preserva en parcelitas controladas y perfectamente archivadas por generaciones, gustos, cualidades, la reivindicación del placer y el juego es fundamental. Frente a las pantallitas, que son el más radical aislamiento, un niño que emprende cualquier esfuerzo colectivo, que capitanea la relación entre escolares y autoridad, es la única esperanza de mejora que se aprecia en el horizonte. Veremos si el director del centro escucha su reivindicación.
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