Ya sabíamos que el sueño no equivale a una parada de actividad del cerebro. Cuando nos vamos a dormir, el cerebro sigue trabajando sin que, hasta ahora, supiéramos muy bien en qué. Se acaba de descubrir que la mosca del vinagre –que, genéticamente, se parece mucho a nosotros– controla el sueño desde una región cerebral que está íntimamente ligada a la memoria y al aprendizaje. Casi con seguridad, la mosca aprovecha el sueño para aprender lo que ha memorizado durante el día.
Cuando nosotros imaginamos despiertos, estamos visualizando y sintiendo como si realmente estuviéramos viendo –una nube, un paseo por el campo o un partido de tenis–, con una única diferencia: no activamos el sistema motor. No abrimos los ojos para ver la nube, no caminamos ni le damos a la pelota en el partido de tenis visualizado. Igual que en los sueños. Deportistas de élite, músicos y hasta enamorados pueden practicar soñando –como hacen las moscas del vinagre– y, además, también imaginando. Realmente, el que no aprende es porque no quiere: puede hacerlo en clase, imaginando y, en última instancia, soñando.
Otro descubrimiento reciente tiene que ver con el poder regenerador del olvido. ¿Cuántas veces hemos lamentado haber olvidado un nombre, el PIN del teléfono y hasta una cara? Se suele decir que con la edad uno se vuelve olvidadizo. Lo que ocurre, según una investigación muy reciente, es que borramos los recuerdos insulsos que compiten por sobrevivir frente a aquellos recuerdos asociados a un objetivo relevante en la vida del individuo y que se asentaron en la memoria a largo plazo. Borrar recuerdos competitivos en el día a día confiere mayor capacidad cognitiva para preservar los importantes.
¿Quiere esto decir que siempre olvidamos lo que no es importante para uno y sí para el otro miembro de la pareja? Un cumpleaños, por ejemplo, o un aniversario. “Siempre te olvidas de lo que para mí es muy importante”, le dice con cierta tristeza y resentimiento uno de los dos al otro. En realidad se suele tratar, efectivamente, de recuerdos competitivos y poco importantes para nosotros, en relación a aquellos recuerdos que, a través de mecanismos cerebrales constantes y extremadamente complejos, se han labrado un sitio perdurable en la memoria a largo plazo; el recuerdo de lo que no se olvida durante muchos años e incluso toda una vida. No hay mal que por bien no venga si un olvido de fechas fortalece la memoria de las emociones o los acontecimientos que debieran durar toda la vida.
El mayor conocimiento de la memoria a largo plazo está permitiendo también saber algo más acerca del aprendizaje. Como nos demuestran los niños, éste es un largo proceso que no puede improvisarse –como siguen creyendo muchos estudiantes– en una noche sin dormir.
Recientemente, los medios de comunicación se han hecho eco de las ventajas para un niño de andar a gatas. No importa demasiado cuándo sepa caminar de pie. Gateando está aprendiendo a orientarse y, sobre todo, a funcionar simultaneando dos metas: sus brazos y la persona o cosa hacia la que se dirige. Sin ese aprendizaje previo, le sería imposible después aclararse con las tres dimensiones espaciales: adelante y atrás, a un lado y a otro y arriba y abajo. Un poco más tarde aprenderá la dimensión más enrevesada: la del tiempo, de cuya existencia los adultos siguen dudando mientras se entretienen, sin éxito, en compartimentarlo con cambios de horario, años bisiestos y meses alternos.
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