Los americanos tienen un dicho cruel para los directores de cine que consiste en sostener que en el momento en que les dedican un libro a su obra no vuelven a hacer una película buena. Nadie sabe cuándo arrancó esta superstición, pero sí me consta que el vitriólico guionista William Goldman aseguraba en su maravilloso libro 'Aventuras de un guionista en Hollywood' que las entrevistas de Truffaut con Hitchcock eran una obra maestra, pero que después de su publicación Hitchcock no había vuelto a hacer una gran película. Puede que, como todas las sentencias, tenga algo de cierto y mucho de generalización excesiva. Pero en el poso de verdad que contiene hay una esencia interesante. La conciencia de sí mismo, en un autor, suele llevar a la pérdida de la intuición y a la sobreexplotación de la firma. Si, efectivamente, Hitchcock, después de ser reconocido como un autor con sus obsesiones particulares y recurrentes, en lugar de un vulgar artesano comercial de género, terminó haciendo películas que eran más imitaciones de películas suyas que películas suyas, otro tanto podría decirse de Fellini o hasta de nuestro maestro Berlanga, cuyas últimas películas parecían una película de Berlanga en lugar de serlo.
Hace poco vimos la última película de Wes Anderson, 'El gran hotel Budapest', y sirve de ejemplo perfecto. Recibida con ditirambos por la crítica, se convertía más en una expresión de firma y guiño para iniciados que en una película disfrutable para quien se sienta a verla sin las claves naturales del autor. Lo que en la anterior, 'Moonrise Kingdom', era sinceridad y ternura, en esta era diseño de producción y ráfagas de estilo. Inspirada epidérmicamente en los relatos del escritor Stefan Zweig, sin lectura profunda y reposada, resulta más una exhibición de firma que otra cosa. Pero más allá del caso concreto de un autor sobre el que acababa de publicarse el primer libro dedicado a su obra, curiosa coincidencia, la magnitud del problema afecta a todo artista. La excesiva conciencia de sí mismo provoca una fidelidad equivocada, una especie de dictadura de su propio ser, donde salirse del sello despierta dudas y desamparo. La sumisión es comprensible: en muchas ocasiones el esfuerzo ha durado años hasta hacerse con un nombre, entendido como un marchamo reconocido por muchos.
La reacción correcta consistiría en ignorar ese paso adelante, que tiene que ver más con el márketing que con la realidad. Podemos admirar a Scorsese o Tim Burton o Polanski, pero estaríamos ciegos para no ver en qué medida su última década tiene más de emulación de sí mismos que de nuevos logros. Si esto le pasa a autores grandes, imagínense a quien cae en esta autoparodia sin haber alcanzado la gloria ni la cota de perfección. Si Huston logró hacer en su última época grandes películas fue porque en ese estadio de su carrera carecía de reconocimiento de firma y hasta de prestigio, lo cual le otorgó más libertad que ataduras. Buñuel en Francia fabricó películas de Buñuel no siempre a la altura de aquellas películas que surgían espontáneas con materiales de derribo en su aventura mexicana, poblada de obras maestras. Sería largo llenar de ejemplos fallidos este recorrido por la autoconciencia. Lo interesante es resumir la actitud correcta como un negarse a sí mismo, enfangarse en lo desconocido, no temer decepcionar. Y, por encima de todo, recordar que cuando arrancas con una obra nueva debería estar prohibido saber quién eres realmente.
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