Tengo un amigo un poco primario que cada vez que oye hablar de la res pública piensa que se refieren a un toro que te embiste cuando te haces conocido. Y aunque desconozca el significado latino de esa cosa pública, de esa esfera social, termina por tener la razón. La exposición al público es muy a menudo una faena taurina donde has de esquivar las cornadas de la mirada, la opinión y el juicio de los otros. Leyendo hace algunos meses sobre el asesinato de John Lennon, descubrí que en la cabeza de su asesino hervía algo más que la lectura enfermiza de 'El guardián entre el centeno', novela que llevaba en el bolsillo y consideraba su declaración de motivos para el asesinato. Es verdad que la narración de Salinger apunta hacia la sensación juvenil de traición y abandon
o por parte del mundo adulto, de las personas admirables. Pero en la cabeza del criminal que descerrajó a tiros en Nueva York a aquel Lennon de 40 años bullía también la lectura de un reportaje de 'Esquire' que atacaba al músico contestatario y pacifista por haberse comprado unas propiedades inmobiliarias para especular en el mercado con su fortuna económica.
En un mundo más informado que nunca, las reputaciones son complicadas de aguantar. Asistimos al funeral de Mandela con la percepción de que ya no existen políticos de esa catadura, pero nos olvidamos de que en realidad lo que no existen son los tiempos que permiten esa percepción de los personajes públicos. No faltan quienes bromean, bien en serio, sobre la posibilidad de que si Jesucristo volviera a la Tierra sería desmontado por unos cuantos reportajes incómodos. Al fin y al cabo, algo así le sucedió en su tiempo, cuando perdió por goleada la batalla de la opinión pública. No hace falta mirar hacia la ficción para observar que la sociedad actual es descreída y cínica. El desmontaje de las personalidades intachables es casi un ejercicio de cetrería, donde además se suman las lecturas públicas de las vidas privadas, la impudicia del cotilleo como una de las bellas artes y la equívoca valoración moral de lo que debería limitarse a una valoración profesional.
Con todo ello, la vida pública se ha transformado en un universo apetecible para el aspirante a famoso, el frívolo y el caradura, y sin embargo en un terreno que prefiere evitar toda persona prudente, inteligente y con estilo. He ahí un drama contemporáneo, que atañe a la política de modo directo, donde los más valiosos dan un paso atrás, pero también afecta al resto de disciplinas sociales y artísticas. Si la vida pública es amenazante y agresiva, llena de un empeño por zaherir que va más allá de la vigilancia crítica que se recomienda sostener, entonces habremos equivocado la evolución de las plataformas comunicativas con un regreso a la selva inhóspita. La vida pública tiene que ser acogedora y la exposición al escrutinio de los demás, la mejor razón para tu esfuerzo. Pero es posible que estemos perpetrando el mayor daño a la sociedad cuando abrazamos como talante crítico lo que es prejuicio dañino, insidia por deporte y sospecha permanente. Puede que solo estemos fomentando el apartamiento de los mejores de la arena compartida, dejando que los peores y mejor acorazados se adueñen del espacio colectivo. La vida pública es un reto, pero si se convierte en una tortura, todos saldremos perdiendo.
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