Tengo un amigo que sostiene que los únicos himnos nacionales que
merecen la pena son aquellos que pueden ser cantados en estado de
completa embriaguez. Mi amigo es posible que asocie la explosión
patriótica con un estado de enajenación y por tanto relacione el himno
con la euforia etílica. De hecho a los muy nacionalistas siempre los
llama “himnotizados”, en un juego de palabras muy suyo que le sirve para
evidenciar el afecto hipnótico de los hombres cuando les agitan la
patria delante de los ojos. Para otros estudiosos más sensibles, estas
composiciones musicales ofrecen un campo de especulación ilimitado. Si
mi amigo tuviera razón, aparte de 'La Marsellesa', que es casi un himno
universal, el otro himno más acorde con las efusiones estupefacientes
sería el 'Asturias, patria querida', que muchos españoles cantan sin
importar su origen regional cuando aspiran a transmitir su
identificación con la alegría de vivir, ese patriotismo líquido y
universal procedente de la viticultura. Por lo demás, los himnos siempre
ensalzan la categoría del país sobre el resto del mundo, 'über alles', e
invitan a la resolución de cualquier conflicto por el camino más bestia
y sanguinario: 'aux armes citoyens'.
En el caso del himno
español han sido antológicas dos anécdotas. La última fue aquella
carrera urgente e irreflexiva por ponerle letra. Angustiados por la
ventaja lírica de otros países, y después de intentos desgraciados,
nuestras mentes más brillantes convocaron un concurso para luego dejar
en la estacada al humilde ganador. Descubrieron con demasiada tardanza
que para poner de acuerdo a un país como España se necesitan más
convicciones que un concurso. La otra anécdota, muy poco estudiada, es
aquella que concedía derechos de arreglista al músico murciano Pérez
Casas y que permitía a sus herederos recaudar unos discretillos
emolumentos cada vez que sonaba en público el himno, lo que convertía
cada celebración, desfile y final deportiva en un raro cruce de
intereses privados y nacionales. Después de años de surrealista
situación, se llegó a un acuerdo económico refrendado por el BOE para la
explotación de la Marcha Real sin eterna compensación recaudatoria.
Pero
hace pocas semanas, viajando por países árabes pude comprobar que
muchos de sus ciudadanos más cultos dedican cierta sorna a comentarnos
que nuestro himno parte de una composición de finales de siglo XI, obra
de Ibn Bayyah. Un poco ofendido por mi escepticismo, uno de mis
anfitriones árabes, con el familiar apellido de 'Ammor', me hizo escuchar en YouTube la interpretación del tema árabe, una nuba andalusí,
y lo cierto es que la evidencia era incuestionable. Al ser además Ibn
Bayyah un intelectual de origen saraqustí, perteneciente a la taifa
zaragozana, encontré una cierta justicia poética y baturra en el hecho
accidental de que cuando los españoles festejamos la escucha de nuestro
himno nacional, gracias a esta relación sonora, en realidad reconocemos
el mestizaje de nuestro país, sus hondas raíces de mezcla de razas y
culturas. Es hermoso pensar que debajo de la fanfarria cuartelera late
un crisol de culturas y religiones en deuda con tantos intelectuales
como Avempace, nombre con el que conocíamos a Ibn Bayyah, reunidos bajo
la radiante belleza mudéjar de los arcos del Palacio de la Aljafería.
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