Se viene advirtiendo desde años atrás. La sangrienta carretera de la violencia doméstica se inclina hacia una curva dramática: los hijos. Cada vez más, en la espiral de violencia que se desencadena cuando llegan al final ciertas relaciones sentimentales, los que pagan con su vida son los hijos de la pareja, sacrificados por la parte que quiere hacer más daño, en una versión lamentablemente contemporánea de aquello que Eurípides dejó contado sobre Medea y su venganza contra el abandono de Jasón. Los griegos, que más o menos pusieron las ventanas desde las que miramos la condición humana, son hoy ignorados en el plan de estudios. No son necesarios, claro, pese a que toda la tragedia cotidiana está relatada en sus ficciones, cantada en su lírica y analizada en su filosofía. Ese vacío nuestro no lo vamos a llenar con otros conocimientos más al día.
En la organización contemporánea hemos depositado en la policía y los jueces toda la responsabilidad para la salvaguarda de nuestras relaciones. Incapaces de avanzar un paso en la comprensión, la prevención, la redención, nos hemos llenado la boca de castigo. Pero crímenes así no tienen castigo. No existe compensación posible. Así que haríamos bien en encontrar alguna estrategia más inteligente para combatirlos, para que no sucedan tan cerca, al menos. Nos hemos creído que éramos capaces de crear una policía del corazón, como tenemos unidades destinadas a perseguir el fraude fiscal, los narcóticos o el cumplimiento de las normas de seguridad vial. Nos dijimos, frente a la violencia de pareja, que bastaba con crear una policía de los sentimientos y un juzgado del desamor para quitarnos el problema de encima. Y ahora nos encontramos con que por las fisuras de nuestra estrategia de aislamientos pagan con su vida niños, sacrificados en nombre de la fidelidad, las emociones, la posesión amorosa.
Abandonada la formación humanista, nos topamos con individuos que carecen de otra cosa que no sea una aritmética pragmática, donde uno más uno siempre tienen que ser dos o si no, no serán nada. Agraviados, resentidos, humillados, se sienten con autoridad para ejercer su violencia. La cultura y la formación personal, que son esa invisible potencia interior que genera una resistencia frente a la perversión y el resentimiento, la única receta conocida contra el odio, han dejado con su desaparición huérfanos al hombre. Con la cabeza llena de canciones de estribillo fácil, donde el sentimiento amoroso es un chunda-chunda que repite “tú eres mía”, “ellos son míos”, los asesinos en potencia corren a forjar una relación sentimental que está mal redactada desde el principio. Y no va a ser la ley, mero acompañante del delito, quien frene la tragedia, sino un viaje hacia dentro que comienza en casa y en la escuela, en la tele y en la calle, con valores invisibles pero sólidos, con una arquitectura de las emociones que tenga cimientos más sólidos que el discurso romántico, posesivo, religioso y de triunfo social. Exactamente basado en todo lo que hemos considerado inútil: conocer al ser humano.
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