Tengo un amigo que ha criado un hijo bien particular. Desde muy
corta edad muestra rasgos de personalidad en desuso. Me divierte la
capacidad de observación del niño, capaz de hacerme ver lo ridículo del
mundo de los adultos. Un día me dijo que no entendía por qué los padres
que se pasaban pegados a su teléfono móvil todo el rato siempre andaban
pidiendo a sus hijos que dejaran un rato el móvil. Hace tiempo me contó
que en su colegio habían prohibido jugar al balón en el patio, porque a
veces la pelota saltaba la valla e iba a parar a la calle o a alguna
finca vecina y para evitar molestias habían optado por la prohibición.
La semana pasada me contó que la peonza de un compañero había rebotado
contra el suelo y le había causado un corte en la cara a otro niño que
andaba cerca. Así que el colegio, un liceo público con atesorado
prestigio, había decidido prohibir el uso de las peonzas en sus
instalaciones.
El niño, que tiene 10 años, redactó una carta
divertida en su intento por ser moderado y razonable. En ella hacía ver
al director del colegio que la prohibición era abusiva y equivocada. La
pasó a firmar por el patio y sus compañeros se sumaron masivamente.
Hasta que un niño de su clase prefirió no hacerlo. Cuando los demás le
preguntaron que por qué no quería firmar, el chico se excusó. No quiero
que figure en mi expediente académico y que me sea perjudicial el día de
mañana. Pese a la ausencia de esta firma, la carta llegó respaldada por
el grueso de los alumnos al despacho del director. Aún no tienen
respuesta. Pero de toda esta historieta hay dos cosas bien interesantes.
La primera es ese niño de diez años reacio a firmar junto a sus
compañeros, alguien a quien sus padres a tan corta edad ya han logrado
inocularle la insolidaridad pusilánime de los adultos. La tradicional
cobardía que se desarrolla algo más tarde en los humanos, cuando
consideran que lo que tienen que perder siempre es más que lo que tienen
que ganar. Buen trabajo, papis.
Pero quizá más grave es la
vocación prohibicionista de los colegios. La incapacidad de las
autoridades escolares por imponer un orden sin caer en el absurdo. Los
centros educativos son el primer modelo de sociedad donde el niño se
forma junto a la familia. Tantas familias son ya un oasis de hijo único
que el colegio adquiere aún más relevancia. Prohibir la pelota y las
peonzas y el cambio de cromos y la comba y así hasta la enésima
estupidez provoca la sumisión perezosa, la incapacidad para aceptar el
accidente, el conflicto, las difi
cultades de organizarse como mundo.
Potencia la represión, lo autoritario e inflexible. Por eso el niño que
capitanea la rebelión razonada de sus compañeros me resulta tan
ejemplar. Frente a un mundo individualista y reaccionario, que se
preserva en parcelitas controladas y perfectamente archivadas por
generaciones, gustos, cualidades, la reivindicación del placer y el
juego es fundamental. Frente a las pantallitas, que son el más radical
aislamiento, un niño que emprende cualquier esfuerzo colectivo, que
capitanea la relación entre escolares y autoridad, es la única esperanza
de mejora que se aprecia en el horizonte. Veremos si el director del
centro escucha su reivindicación.
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