Tengo un amigo con el que suelo leer el periódico. Hace años que juntos miramos la prensa al unísono, casi en una rutina disparatada, donde uno lee el titular y otro entresaca un comentario, uno dispara sobre un detalle de la foto y el otro relaciona un incidente con otro y de ahí arrancamos un debate lleno de anécdotas personales y ampliaciones del asunto. Somos ante el periódico como una bestia de dos cabezas, pero esa situación nos provoca placer y a ratos hilaridad. El otro día, al leer la noticia sobre la imputación de Sarkozy por abuso de debilidad en el caso de la millonaria propietaria del imperio L'Oréal, me sorprendió que no entendiera el delito. ¿Abuso de debilidad?, preguntó en voz alta. ¿Qué es eso? No es que mi amigo carezca de preparación, sino que, bien al contrario, considera que el abuso del débil es ya una estrategia tan extendida que no puede ser delito. No hay más que verlo en la crisis, el abuso de debilidad podría ser considerado una virtud muy extendida, donde países, asociaciones, gobiernos y entidades abusan del que está en inferioridad de condiciones.
Pero en el caso que comentábamos lo más interesante no era la ironía social, que ha convertido al débil en culpable, en un perdedor que se lo tenía merecido. Sino que llamaba la atención un asunto sobre el que apenas nos detenemos a reflexionar. La desprotección de los ancianos. Mi amigo me contó que conoce a una vecina en su edificio que vive sola a pesar de sus casi 100 años. Es una mujer despierta e independiente, a quien, de tanto en tanto, ciertas almas caritativas se empeñan en engañar. Una vecina le ofreció guardarle el dinero en su cuenta, por si algún día le pasa algo, y un abogado trató de poner a su nombre los bienes, para que la herencia no sufriera interferencias del fisco. Fraudes de los que la anciana aún se supo defender, según me contó mi amigo. Pero en esos mismos días, supe que antes de morir un viejo amigo había sufrido los abusos de una parte de sus familiares, que le vaciaban la cuenta corriente y le obligaban a gastos interesados, sometido además a una especie de secuestro caritativo, donde ya ninguna decisión estaba en sus manos, ni siquiera la de recibir visitas.
La sociedad en la que vivimos, tan distinta de la tradicional, provoca situaciones escalofriantes, donde el abuso de los débiles es constante. Los ancianos son quienes más padecen esta indefensión, disfrazada en ocasiones de amor, caridad o religiosidad. La incapacidad para defenderse físicamente, para mantener un círculo de conocidos, les condena a la soledad. No existe apenas ningún mecanismo de control y salvaguarda. La triste figura de Sarkozy participando en el esquilme de la fortuna de una ancianita para recaudar fondos para el partido puede quedar en una anécdota sin trascendencia siquiera legal. Las pruebas serán ambivalentes, como sucede a menudo. Pero los organismos de protección social, ahora tan machacados por la crisis y tildados de lujo que no nos podemos permitir, deberían fortalecerse. Da miedo pensar lo que pueden estar sufriendo algunos ancianos tan indefensos como los niños, salvo que ellos no cuentan siquiera con que el futuro se ponga de su lado.
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