No deja de ser fascinante la capacidad del ser humano para unificar lo más avanzado con lo más tradicional. Lo pienso siempre que veo a uno de mis mejores amigos sacar su móvil con un protector que reproduce una vieja cinta de casete. O a ese otro al que se le desprendió una de las teclas y la lleva pegada con un papel celo. Pero esta demoledora verdad está presente en miles de detalles. Sucede en todos los aeropuertos donde la gente se hacina en los mostradores de atención al cliente cuando todas las máquinas han fracasado en sus gestiones. O cuando te cruzas por la calle con alguien que discute con una voz automatizada en el servicio de reclamación de cualquier factura y reclama a gritos que le atienda un ser humano. O cuando alguien cuelga en internet su desfile de nazareno. El que vuelva a ponerse de moda el vinilo no sorprende a los que siempre presentimos que el Super 8 se seguiría usando pese a los nuevos modelos digitales o entre quienes aprecian una fotografía Polaroid pese a todos los avances y retrocesos a los que somete la industria a tu afán por guardar recuerdos. Así, han regresado con fuerza las postales cuando están languideciendo los servicios de correo y florecen librerías pequeñas y acogedoras cuando el reinado de Amazon ha destrozado las de tamaño más grande.
Algo sospechábamos de todo esto cuando la música grabada no significó el final de los conciertos en directo y cuando la televisión no acabó con el cine ni el cine con la radio ni internet con los cuadernos. Ahora nos cuentan, porque profetas hay en cada era, que el periódico en papel va a desaparecer, pero guardamos un escepticismo prudente. No vaya a ser que pase como con el cine español, que cuando ya estaba muerto y enterrado resulta que puso en el mercado la película más taquillera de su historia. El único consejo sabio que he recibido en cuanto a este desequilibrio entre el porvenir y el pasado me lo dio un tipo que me dijo: lo mejor es mirar y divertirse.
Últimamente oímos a mucha gente hablar del dinero virtual y ofenderse porque uno, después de escucharles con atención, saque un billete arrugado de 10 euros para pagar las cañas. Más lamentable es leer cómo en multitud de establecimientos pronto se aceptará pagar con el teléfono móvil y un rápido deslizamiento y, sin embargo, comprobar que cada vez hay menos comercios que aceptan las míseras tarjetas de crédito. Al parecer quieren ahorrarse la tasa y uno llega a cualquier aparcamiento y lo primero que ve es un cartel bien rústico que dice que solo se acepta el pago en metálico. Con lo que se infiere que el mundo avanza a una velocidad de vértigo, pero que el gusto por el dinero negro no acaba de desaparecer del todo. La subida del IVA, que ha servido para multiplicar el fraude en las facturas, que ya casi nadie solicita porque parecen un agravio, se suma a esta apariencia de modernidad. Lo hermoso son los contrastes y por eso el tiempo que vivimos resulta fascinante, porque el abanico de recursos nunca fue mayor. La pantalla táctil convive con la caca de perro abandonada en la calle y la botella de agua invertida en el macetero del balcón con los jardines verticales humedecidos por goteo. Nunca lo moderno acabó del todo con lo viejo, que siempre se cobra su fría y terca venganza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario